Comentario
Mientras tanto, el Gran Capitán sacaba sus propias conclusiones sobre esa primera campaña napolitana, llena de éxitos, pero no tantos como él hubiera deseado. En las tierras de Calabria tomó una serie de decisiones que transformarían para siempre el orden táctico y la moral de combate del ejército español, dando lugar a las famosas "coronelías", una forma de organizar las columnas al mando de un coronel, que sería el punto de partida de los futuros tercios, la mejor tropa de infantería de todos los tiempos. La profesionalización que acompañó a estas medidas tácticas no pasó desapercibida para nadie. El rey Fernando receló de sus decisiones, al cargar sobre el erario público un elevado gasto en temas militares; mientras que el papa Alejandro VI reconoció al hombre que podía ayudarle a organizar Italia.
En febrero de 1497, el Papa llamó a Gonzalo a Roma, con el fin de que le ayudase a tomar el castillo de Ostia, una pieza magistral de la defensa militar, en manos de un recio vasco llamado Menoldo Guerra, al servicio del rey de Francia. Por la rapidez y eficacia de su actuación -el castillo se rindió en un par de días- recibió de Alejandro VI la Rosa de Plata y, con ella, el agradecimiento de todo el orbe católico. Gonzalo estaba en la cresta de la ola y nada parecía impedirle disfrutar de las mieles del triunfo. No fue así. Los Reyes Católicos reclamaron su presencia en España y le sometieron a una severa inspección de la Hacienda, llevada a cabo por Morales, que reconoció tras un minuciosa contabilidad que "las cuentas del Gran Capitán" eran correctas y no se habían desviado las más mínimas sumas en beneficio propio o de sus capitanes. Se gastó lo que la campaña requirió. El premio a tan espléndidos servicios fue una especie de dorado exilio en sus propiedades de Granada, donde quizá tuvo la sensación de que el gran mundo había acabado para él. Pero eso fue una impresión equivocada. Al cabo de unos meses, el peligro turco se acrecentó en el Adriático, y Gonzalo fue propuesto por el dogo de Venecia para encabezar una expedición de castigo en la isla de Cefalonia. Gonzalo se resistió a la petición de los Reyes Católicos para que aceptara el encargo. Quería asegurarse el éxito de la campaña, y exigió ser capitán general de las tropas de tierra y al mismo tiempo almirante de la Armada. Su posición le hizo ser exigente, y el éxito ulterior en Cefalonia mostró el acierto de haberle encargado el mando de aquellas tropas que detuvieron a los turcos durante casi un siglo a las puertas del Adriático. Esa misma batalla volvería a librarse setenta años más tarde, con Don Juan de Austria como capitán de la Armada, en el istmo de Lepanto.